Cuando fue anciano y sintió que le faltaba poco para morir, llamó a su hijo, el prÃncipe, y le dijo:
- Hijo, siento que las fuerzas ya no me acompañan, yo soy muy mayor y tú pronto te convertirás en rey, recuerda siempre esto:
debes ser justo y bueno.
El hijo prometió seguir sus consejos. Al poco tiempo el padre murió.
Una vez que el joven prÃncipe accedió al trono, se olvidó de sus promesas y comenzó a dar órdenes sin sentido ni razón:
- ¡Que me traigan los mejores caballos del eino para que yo pasee cada dÃa sobre uno de ellos!
- ¡Que maten a todos los faisanes! ¡Quiero que me hagan un colchón con sus plumas!
- ¡Que ieguen todos los campos de trigo y que el pastelero real haga con la harina un pastel gigante!
Si alguno de sus súbditos intentaba resistirse a sus órdenes, o trataba de explicarle que aquello no era conveniente y que corrÃa el riesgo de ser injusto con su pueblo, el joven rey ordenaba:
- ¡Que le corten la cabeza!
Las gentes estaban cada vez más preocupadas y pensaban que un rey tan caprichoso no conducirÃa a nada bueno.
VivÃa en aquel paÃs una viuda con sus tres hijas. TenÃa una casita en los más profundo del bosque. No sabÃa nada del joven rey, ya que rara vez recibÃa noticias de fuera. Madre y hijas se dedicaban a cultivar la tierra y a criar gallinas para poder comer los huevos que les daban.
La menor de las tres hijas cultivaba flores en el pequeño jardÃn que rodeaba la casa. TenÃa tal variedad de flores que cualquier que pasaba por allÃ, no podÃa por menos que admirar sus colores, su perfume y su belleza.
Ella las cuidaba con todo su cariño e incluso hablaba con ellas.
Un dÃa, el joven rey decidió internarse en el bosque. Iba solo porque ya nadie querÃa acompañarle voluntariamente, para conseguirlo hubiese tenido que ordenarle con amenazas. Caminaba contrariado y percebÃa que todos se alejaban de su lado con frialdad.
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