jueves

El Sol y el erizo

Hace mucho, mucho tiempo, cuando los erizos aún no tenían púas, el Sol decidió dar una fiesta para celebrar con los animales su próxima boda.
Cuando llegó el día de la fiesta, todos los animales acudieron al palacio del Sol.
- Vamos, amigos, pasad - decía el Sol -.
¡Comed y bebed todo lo que queráis! Pronto voy a casarme y quiero celebrarlo con vosotros, ¡Entrad, entrad!

Los animales entraron al palacio y empezaron a comer y a beber. Todos, excepto el erizo, que se sentó en un rincón, sacó una piedra de su bolsillo y se puso a roerla.
Al cabo de un rato, el Sol se acercó al erizo y le dijo amablemente:
- Erizo, ¿se puede saber qué haces con esa piedra? ¿Es que no te gustan estos manjares? Si quieres otra cosa...
- ¡Oh, no gran Sol!, no quiero nada...
- Amigo erizo - continuó el Sol -, seré sincero contigo. Me extraña tu comportamiento. No pareces muy contento con mi próxima boda. 
- La verdad, Sol, yo... he estado pensando y verás... Se me ha ocurrido que hasta ahora tú has sido el único Sol y nos has dado luz y calor en abundancia. Bueno, a veces, nos das incluso demasiado calor...
Pues bien, como ahora vas a casarte, seguramente nacerán más soles dentro de poco y hará tanto calor que las plantas se secarán y morirán.
Toda la Tierra se convertirá en un gran desierto... ¿Y entonces, qué será de nosotros, los animales? ¿Qué comeremos? ¡Nada! ¡Nada, excepto piedras como ésta!
- Ya entiendo... - dijo el Sol.
- Por eso - continuó el erizo -, estoy entrenándome ya con esta piedra...

El Sol se quedó serio y pensativo durante un buen rato. Poco después mandó callar a sus invitados.
- Queridos amigos - dijo el Sol -, siguiendo los sabios consejos del erizo, he decidido no casarme. La fiesta ha terminado. 
En ese mismo instante, un gran murmullo se extendió por toda la sala.
Los animales, furiosos, clavaron sus ojos en el pequeño erizo y se abalanzaron sobre él. Pero el gran Sol lo escondió entre sus rayos y dijo:
- ¡Vamos, marchaos! Y os prohíbo que os acerquéis al erizo. ¿Entendido?
Los animales no tuvieron más remedio que salir del palacio.
- ¿Ya estás contento, amigo erizo? - preguntó el Sol.
- Sí... - respondió el erizo -, pero en cuanto salga de aquí, todos se meterán conmigo y tú no estarás para defenderme.
Entonces el Sol, como muestra de agradecimiento, decidió regalarle al erizo una manta de púas puntiagudas para cubrir su cuerpo.
- Toma, erizo, a partir de ahora nadie se atreverá a tocarte.

Y, en efecto, desde aquel día todos los erizos tienen púas y nadie se atreve a molestarlos, porque el Sol, el único Sol que existe, podría enfadarse mucho. 

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