lunes

Zenón y el espejo

Hace muchísimos años, cuando todavía los animales hablaban, tuvo lugar una bellísima historia.
En un pueblecito de alta montaña, vivía una perrita muy simpática que siempre caía bien a todos, animales y humanos. Su máximo deseo era jugar en los chorros del río, en el agua del pantano y en los caminos del monte, recogiendo palos y piedras que le lanzaba su cariñosa ama. Se llamaba Yura.
Pero he aquí que una noche salió, como siempre, a bañarse en el riachuelo que pasaba cerca de su casa, y no volvío. Se hicieron las doce, la una, las dos, y hasta las seis de la mañana, pero Yura no daba señales de vida.
Su dueña dejó la puesta de la casa abierta, de día y de noche, durante varios días seguidos. Tenía confianza en el animal y estaba segura de su regreso.
Y en efecto, al cabo de una semana, con la cabeza gacha y un poco cansada, la perrita entró en casa, a las tres de la madrugada, y se tumbó en su alfombra limpia y recién lavada.
Al día siguiente, durmió hasta mediodía y, cuando abrió los ojos, pensó:
- ¡Qué bien, ya estoy otra vez en casa! - y comenzó de nuevo sus andanzas.
Pasaron unos días y ¡oh, prodigio!, su tripa empezó a crecer y a crecer una barbaridad. Se miraba a sí misma y estaba desconcertada.
- ¿Qué me pasa? - decía -, esto no puede ser. Y se tumbó, llorando sin consuelo en su rincón.
Al volver su amita a casa, la oyó desde el rellano de la escalera y le dijo:
- No llores, que ya voy.
Se sentó a su lado y se quedó sorprendida al comprobar cómo le había crecido la tripa.
- Anda, Yurita, ¿por eso lloras? No debes preocuparte, quiere decir que estás preñada y que vas a tener muchos perritos.
La perrita dejó de gemir y se puso a ladrar y saltar de contenta que estaba.
Al cabo de un tiempo, un buen día del mes de enero, a las ocho de la mañana, Yura comenzó a parir y nacieron cuatro perritos. Así es como vinieron al mundo Zenón y sus tres hermanos. Eran todos distintos y aunque ninguno se parecía a su madre, eran unos cachorritos preciosos. Los tres mayores se fueron a vivir a otras tierras, pero el pequeño, Zenón, se quedó con Yura.
Desde muy pequeño, Zenón estaba loco por su mamá. Aprendió a hablar enseguida. De su garganta salían, continuamente, sonidos cariñosos con los que conseguía carantoñas de todos.
Vivía en el jardín de la casa y se pasaba el día persiguiendo mariposas, abejas, mosquitos y todo insecto que volara cerca de su lecho.
Llegó la primavera y, de repente, descubrió que todo el paisaje estaba cambiando. Se sentaba junto a las flores, y cuando los primeros capullos abrían sus corolas al sol, no podía resistir la tentación y se las zampaba mientras pensaba para sus adentros:
- ¡Qué sabrosas ensaladas me da la naturaleza!
Su dueña le regañaba, pero no podía hacerlo en serio, porque se quejaba mirándola fijamente con unos ojitos de miel suplicantes que seducían a cualquiera.
Cuando apenas tenía seis meses, todas las noches de luna llena, antes de dormirse, comenzaba a aullar como si de un lobezno se tratara. Sus aullidos subían hasta el cielo y llegaban hasta el corazón de la luna. Más adelante, este espectáculo se repetía cada vez que su amita tenía que ausentarse algunos días. Tal era se añoranza y su ternura.
Fue entonces, al regresar de un viaje largo, cuando la dueña dejó un espejo, que había traído de lejos, apoyado en el suelo, en un rincón del salón.
Por la noche, al entrar los perritos en la casa, como hacían cada día, se tumbaron en sus respectivas alfombras y, de repente, a Zenón se le iluminaron los ojos:
- ¿Qué es esto que brilla tanto? - se dijo -.
Y se acercó al espejo.
- ¿Y quién es este? - pensaba. Y se miraba reflejado en el espejo, de cerca, de lejos.
Saludaba a su reflejo arañando el espejo con la pata, se daba besos acercando el hocico al cristal, se ladraba a sí mismo, hacía piruetas y daba saltos, iba y volvía como un loco y, por si fuera poco, se retiraba del espejo y se asomaba de nuevo, por sorpresa, a ver si aparecía su imagen.
Mientras tanto, Yura, su madre, tumbada en el suelo, no tenía ningún interés por mirarse, es más, se ponía delante del espejo y no veía nada.
- Este hijo mío, está como un cencerro - decía.
Pero Zenón no cejaba en su intento de contemplarse. Llamaba a la puerta del salón con el fin de repetir su maravillosa experiencia y, siempre que podía, entraba para contemplarse coqueto y halagado de su propia apariencia. Así era él, grande, hermoso, brillante, lleno de luz, como una lámina en un marco, como un busto en un pedestal.
Una noche, tanto se arrimó al espejo, que golpeó su borde y el cristal cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.
Zenón se asustó y huyó despavorecido al otro extremo de la estancia. Pero su curiosidad era tan grande que no pudo evitar volver de nuevo, y conforme iba avanzando, se iba contemplando pequeño y disminuido en cada trozo, repetido indefinidamente en cada fragmento.
- ¿Quién soy yo?, ¿dónde estoy? No puede ser que me haya roto tanto - decía llorando desconsolado.
Su dueña, compadecida, le llamó:
- Zenón, ven aquí. Mira, dame tu pata, ¿la ves? Y ahora mira tu hocico, está caliente, ¿verdad? Vuelve la cabeza y mira tu espalda, y tu cola.
Alentado por estas caricias, se durmió y, en sueños, vio un perro limpio, sencillo, cariñoso y tierno, travieso y alegre. No era grandioso, ni majestuoso ni sobresaliente, pero sabía quién era, cómo se llamaba, dónde vivía y con quién estaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si haces un comentario procura que no sea anónimo espero te guste nuestro blog y que votes en Google Plus.
Gracias por tu visita.