lunes

En busca del monstruo

El comandante Farragut había preparado cuidadosamente su navío para cazar al gigantesco cetáceo. No carecía de ningún medio destructivo. Pero aún tenía algo mejor: tenía a Ned Land, el rey de los arponeros. Era un canadiense de una destreza poco habitual. Poseía en un grado extraordinario cualidades como habilidad y sangre fría, audacia y astucia; era preciso que una ballena fuese muy despierta o un cachalote especialmente astuto para escapar a su arponazo. Rondaba los cuarenta años. Era un hombre de elevada estatura, robusto, de aspecto serio, a veces violento y muy colérico cuando se le contrariaba. Su persona llamaba la atención y, sobre todo, la intensidad de su mirada acentuaba singularmente su fisonomía. Poco a poco, nos hicimos buenos amigos, y yo me complacía en oírle narrar sus aventuras en los mares polares. Ahora bien, ¿cuál era la opinión de Ned Land acerca del monstruo marino? He de confesar que no creía mucho en él, y que era, junto a Conseil, el único que no compartía el entusiasmo general.
La fragata fue navegando durante algún tiempo sin incidentes. El 6 de Agosto, a eso de las tres de la tarde, la Abraham Lincoln entraba en el océano Pacífico. 
A mediados de Agosto, la fragata se dirigió hacia los mares de China. ¡Por fin, nos encontrábamos en el escenario de las últimas fechorías del monstruo! En resumidas cuentas: ya no se vivía a bordo. Los corazones latían a punto de estallar y toda la tripulación estaba muy nerviosa. No se comía, no se dormía. Durante tres meses, la Abraham Lincoln surcó todos los mares del Pacífico, corriendo tras las ballenas, virando súbitamente de babor a estribor, y viceversa, deteniéndose de repente, forzando las máquinas; no dejó ni un lugar sin explorar entre las orillas del Japón y las costas americanas. ¡Esfuerzo inútil! ¡Nada más que la inmensidad de las olas! ¡Nada que se pareciera a un naval gigantesco, ni a un islote submarino, ni a una roca huidiza, ni a nada con aspecto sobrenatural!
Pasaron otros dos días. La fragata navegaba a poca máquina. Se utilizaban mil medios para llamar la atención del animal en el caso de que se encontrara en aquellos lugares. Se colgaron a la rastra enormes trozos de tocino, con gran satisfacción de los tiburones, que se los comían al instante. Los botes salieron a explorar en todas las direcciones, en torno a la Abraham Lincoln, mientras esta se quedaba al pairo. Pero llegó la noche del 4 de Noviembre sin que se hubiera desvelado el misterio marino.
A las doce del mediodía del día siguiente, 5 de Noviembre, se acababa el plazo. Habían dado las ocho de la noche y unas gruesas nubes pasaban por delante de la luna, en cuarto creciente. El mar se ondulaba suavemente debajo de la fragata.
Yo estaba en aquel momento en la proa, con Conseil, cuando gritó Ned Land:
- ¡Atención! ¡Ahí está lo que buscamos, frente a nosotros!

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