miércoles

El niño que quería pensar

En una ciudad muy bulliciosa vivía un niño con sus abuelos.
El niño se llamaba Leví y le gustaba mucho leer y estudiar. Pero toda la gente que le conocía le llamaba taciturno, porque miraba mucho y hablaba poco.
Estaba encantado de vivir en una ciudad tan grande, porque en ella podía pasar desapercibido. Cuando salía a pasear con su abuelo por la Calle Mayor, le encantaba ver riadas de gente de todas clases, andar, correr, hablar, discutir, mirar escaparates y comportarse como verdaderos transeúntes urbanos.
Al ir a cruzar la calle, si el semáforo rojo de los coches se ponía verde, se detenían los dos, y de inmediato un rebaño motorizado invadía la calzada, llenándola de humo, de ruido, de flashes de colores de sus carrocerías, a veces de gritos y de insultos. Él se fijaba mucho en todo, fruncía el ceño y pensaba.
En la escuela le habían puesto un mote. Le llamaban "el niño dormido", porque aunque era amable si lo requería la ocasión, siempre se mostraba más bien retraído y tímido.
Él lo sabía, pero no le importaba si así podía mantener una cierta distancia de los corrillos y de las pandas. En absoluto era insociable, aunque a veces lo parecia. Cuando le pedían colaboración para algo, siempre estaba allí, y le gustaba jugar con su grupo de amigos y amigas.
En el segundo trimestre, toda la clase se fue a una granja escuela que había en un pueblo cerca de la ciudad. Allí, Leví se quedaba absorto antes las largas procesiones de las hormigas hacia sus hormigueros. Acercaba su oído a la tierra esperando escuchar algo y creía oír ruidos y hasta músicas.
Por esta razón, más de una vez había llegado tarde a la comida, y el monitor le decía:
- ¿Dónde has estado?, ¿qué has hecho?
Leví bajaba la cabeza y no decía nada.
El monitor insistía:
- ¿En qué estás pensando?
El niño no contestaba y se ponía a comer.
Por la tarde, varios compañeros le pidieron que les enseñara los hormigueros.
Se dirigieron hasta allí, y Julia, su mejor amiga, le preguntó:
- ¿Qué hacen ahí debajo?
- Están organizando sus graneros - dijo Leví.
Luego, para explicarles la vida de las hormigas, les dibujó sobre la tierra, con un palito, un plano de todas las galerías. Parecía que hubiera estado dentro de sus agujeros.
Un día, fueron de visita a su casa uns tíos y, mientras tomaban café en el salón, Leví se dirigió a su cuarto a terminar unas construcciones con su mecano.
Al rato, su tío le siguió.
- ¿Se puede saber que piensas?, ¿qué pasa por esta cabecita? - le preguntó.
Leví sonrió maliciosamente y siguió trabajando.
En las fiestas del barrio, Leví se presentó a un concurso de construcciones y, aunque había mucha competencia, ganó el primer premio.
Estaba muy contento y le dio un beso muy fuerte a su abuela, que lo abrazó para felicitarle.
Otro día, en clase, estaba sentado en su pupitre, con el codo apoyado en la mesa, aguantándose la cabeza con la mano y mirando al techo. La señorita le dijo:
- Leví, ¿en que piensas?
Rápidamente cogió el lápiz y siguió haciendo cuentas en el cuaderno.
Al final de curso, en el informe de matemáticas que acompañaba sus notas, se podía leer: "Es un alumno muy bueno para resolver problemas, puede encontrar varias soluciones y quedarse con la mejor".
Sus abuelos estaban muy contentos y decidieron hacerle un buen regalo. Leví quiso que le compraran el Atlas de los descubrimientos, y así lo hicieron.
De todas formas, su abuelita estaba preocupada por su nieto, y una tarde se sentó a su lado y le habló:
- Leví, hijo, sabes que estoy muy orgullosa de tí, pero tengo una duda. Todos me dicen: "tu nieto es muy callado, ¿qué crees que estará pensando?". Y no puedo responderles. ¡Me gustaría tanto poderlo hacer!
Se hizo un minuto de silencio que pareció una eternidad.
- Cariño, dime a mí qué piensas. ¿No crees que yo lo puedo saber? - insistió la abuela.
Leví sintió mucha ternura y un gran cariño por su abuela. Se levantó, se echó, en sus brazos y dijo:
- Claro que sí, abuelita: pienso pensamientos.

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